El desayuno de los campeones, tronco.
Mañana de junio en Madrid. Que me gusta a mí una mañana primaveral en Madrid, con ese solazo, arrogante y español, que canta Rosenvinge, aún clemente. Todo sería maravilloso si a esta felicidad como de Campofrío le añadiéramos un elemento que lamina el orgullo patrio, o al menos el madrileño: un desayuno rico. Cojones. Y variado.
Confieso un amor secreto por algunas franquicias. Es una filia enfermiza, lo sé, y la explicación nos remitiría a un psicoanálisis que no procede. Quizá, como Starbucks, algunas franquicias tienen algo de nodo mundial que atraen a gentes de todo el mundo. Esa atmósfera como de aeropuerto, con su aroma a no-lugar, porque estas cafeterías prefabricadas no entran en la liga de lugares con alma o repositorios de memoria alguna. ¿A alguien le apenó la reciente reforma del McDonald’s de la plaza de los Cubos, tan noventero él, regentrificado de tal modo que ahora parece un co-working vegano? A mí. Tenía su encanto ese sitio tan deprimente. No-lugares, qué lugares tan gratos para conversar.
Desayuno sin diamantes en Garnier.
Pero estábamos en una mañana de junio cualquiera, y no precisamente la del 16 de 1904, que le dio a James Joyce para unas seiscientas páginas en ese tomaco ilegible para muchos que es ‘Ulises’. ¿O estábamos en la franquicias? Granier. Todo el mundo habla mal de Granier o al menos con la suspicacia que da el que vendan duros de bollo a cuatro pesetas, aprox. En su día, escuché una conversación sobre sus condiciones laborales: seis días de trabajo, con libranza variable, 1.100 euros brutos. Siento que contribuyo, con mi presencia, a que se perpetúen esas formas de esclavitud moderna, pero lo cierto es que estoy a gusto en Granier, como también lo estoy en Starbucks. En este caso, no hay coreanas simpáticas ni universitarios con tabletas, sino gente normal, señoras desocupadas, abogados con caspa. ¿Y el desayuno? Por 1,60 tienes un café + cruasán y por 2,20 un café + cruasán con jamón y queso recalentado en la salamandra. Pas mal. Ofrecen una repostería variada que rara vez pido, a excepción de los pasteles de Belem o «natas», lo mejor de Portugal en España, de cuya tímida pero creciente expansión me alegro. Eso sí, parece que llevan caviar en su interior en vez de crema.
Austin Powers loves Starbucks.
Flagrante duopolio
Hay algo de antipostureo en estas cafeterías de gente normal, sin carteles de recitales de poesía africana ni talleres de clown ni tostadas con nombres de poetas uruguayos. Pero los desayunos, que es el tema, pues bien pero tal.
Benteveo. Imagen: Madrid Diferente.
Para no dilatar más mi ya de por sí laxa mañana, opto por el Benteveo para esa primera ingesta del día (no tan importante por lo visto VER), que me pilla más cerca. Aquí entramos ya en terrenos de un cierto hipsterismo (ignoro si el término ha quedado ya trasnoché) y no siempre me levanto de ese mood, pero, ojo, estamos hablando de unos de los pocos lugares de Madrid, y si me apuras de España, que se ha enfrentado al ominoso duopolio de la mermelada de fresa o mermelada de melocotón. Porque, tomen nota, en el Benteveo —una de las localizaciones por cierto de los primeros capítulos de El Ministerio del Tiempo—, ofrecen mermelada de
1) pera
o
2) calabaza
Impresionante. La naranja amarga, el higo, la de grosellas, arándanos o la simple ciruela siguen brillando por la ausencia aunque, rectifico, en la cercana La Libre (de Lavapiés) tienen unos desayunos variados que incluyen este generoso abanico. Eso sí, en dosis tan sobrias que uno tiene que emular al mismísimo Mark Rothko para repartir todo el dulce material por el pan.
Imagen: Madrid Diferente.
Son bares que podríamos meter en el saco de los cucamente gentrificados o cuquificados. El máximo exponente sería Pum Pum Café, en el corazón del Lavapiés más coolete, donde te sirven el café en una bandejita de Madrid deconstruido en módulos: la taza con su café, la jarrita con su leche, el azucarero con su azúcar y así con todo. ¿Es un café o un plato combinado? En El Cafelito nos encontramos con algo parecido. Y mucha tarta. Pero, ¿a quién le apetece desayunar tarta? Las tartas están sobrevaloradas. ¿Por qué le gustan tanto las tartas a las mujeres? ¿Es de machirulos que no te gusten las tartas?
Cruasán de El Cafelito. Imagen: Eduardo Laporte.
Lo peor que le puede pasar a un cruasán
Total, que acabo en un bar de toda la vida, entre gallego y medieval, donde me enfrento al clásico desayuno madrileño de toda la vida también. A saber: o cruasán a la plancha o barrita con tomate. O porras. O churros. Una ofrenda para el dios del colesterol. Una bomba que te achanta nada más empezar —media mañana en mi caso— el día. He visto comer porras a temperaturas que no creeríais. Lo chungo del asunto es que no hay alternativas. En este bar, un pincho de tortilla revenido es la única variable, cosa que jode más si uno se ha criado en la poblada oferta desayunil navarra.
La clásica tortilla de Madrid, más densa que el pan elfo.
Y los cruasanes, claro, no son los de París. No hace poco, en el Más Corazón de Santa Isabel, rogué que me dividieran ese mazacote lipidinoso por la mitad. No quería quedarme ahíto a una hora más cercana al aperitivo que al desayuno —madrugar es de pobres— y la mera piezaca de bollería más o menos industrial me parecía excesiva, casi obscena. Así que le pedí al camarero si se podía partir en dos y quedarme sólo con una mitad. El camarero lo consultó con cocina, mientras yo esperaba un veredicto que, en un primer momento, resultó negativo. «No podemos hacer eso». Lo pago entero, aclaré. Y el hombre vuelve con el que que no, que me coma la mitad y el resto lo deje si eso, y yo ya suplicando, icono de WhatsApp de manos juntas: «Partémelo en dos, POR FAVOR».
Y lo partió.
Por si no hubiera quedado claro a estas alturas del artículo, lo que este humilde plumilla reivindica es una mayor variedad en los desayunos madrileños y una ampliación de nuestros horizontes más allá del sota-caballo-rey predominante. Recuerdo con nostalgia los desayunos que probé en La Habana: piña, papaya… bollitos de pan caliente con queso fundido y mermelada de guayaba para acompañar dos huevos fritos de yema rosada y gallina de pura cepa. Aguacate. El aguacate existe. Y la fruta por la mañana. O los yogures con cereales. O los huevos fritos con beicon. O revueltos. Huevos fritos, de gallina. Con pan.
Hemos creado a Ferran Adrià y cientos de academias de cocina creativa, pero desayunamos cruasanes grasientos y porras aceitosas y no somos capaces de tomar un buen huevo frito con un mollete gaditano. Hemos inventado MasterChef y Yakitoro pero se desayuna mejor en la Cuba comunista que en el centro de Madrid. Y luego está el tema agridulce, ese tema. ¿Una medianoche con jamón y queso, fundido a poder ser, con un toque de mermelada o de membrillo es tan complicado, señorías? Y las tortillas. ¿Qué ******* pasa con las tortillas? Hay pocas, sosas y llegan mal y tarde.
Acabo ya este artículo de denuncia, que me va a dar la hora de comer. El desayuno madrileño está herido de muerte. En coma inducido. El celo a perder algo parecido a una tradición quizá explique esa cerrazón. Pero hay que hacer algo. Ya. Orain. Del café hablamos otro día. Salud.
Gracias a Madrid Diferente por cedernos generosamente sus bellas fotos.
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